31.10.06

Ella se fué

Se puso los lentes oscuros y pego un portazo. Se cansó de que la traten mal. Siempre era la culpable, siempre estaba mal lo que decía o lo que hacia. Salio de la oficina con un mar de lágrimas atravesada en la garganta. Pero no lloró. Se la aguanto. Cuando pudo salir del hall del edificio supo que era la última vez que lo veía. Una bocanada de aire caliente la abrazó recordándole que era enero en el calendario. Matute, así le decía ella desde hace ocho años, corrió para alcanzarla.
- Para loca, ¡que hiciste?
- No puedo más, está fue la última. Lo mandé a cagar, a él y a todos lo que piensan como él.
El mar de lágrimas brotó de golpe, se derramo sobre el rimel manchando sus pecas.

Llegó a su casa, tiró el bolso sobre la mesa y se recostó en el sillón. Encendió el equipo de música y se quedó mirando el techo un rato largo. Luego de un rato sintió como sus músculos se relajaban, como la respiración volvía a ser lenta, pausada. Sus parpados comenzaron a pesarle.
Casi dormida, mientras el equipo ronroneaba una canción recordó como la abuela Dora la abrazaba y se la llevaba a la cocina cada vez que lloraba.
Las manos, ajadas por el tiempo, pelaban las cebollas y las cortaban justo por la mitad –la abuela usaba un cuchillo cortito, con mango de madera, casi artesanal, era un cuchillo naranjero intentaba explicar – una vez en dos le quitaba el corazón a la cebolla – porque te hace llorar, decía como un presagio- luego las cortaba muy chiquitas y las ponía en la lechera de aluminio, hacia lo mismo con el perejil que se escondía entre las marcas del tiempo que sus dedos ofrecían. Terminaba con el morrón y juntaba todo con medio vaso de aceite. Ponía todo a fuego lento, sazonando con un caldo de verduras previamente disuelto en aceite de soja. Luego dos cucharadas de Maizena y leche para crear la salsa a gusto.
Mamá Delia tenia en la alacena latas de choclo pero la abuela prefería ir a la verdulería y comprar dos choclos grandes y frescos. Los pelaba y lavaba a la vez, como ahorrando el tiempo, corriendo contra un reloj sin solución . Los cortaba y hervía. Luego con el mismo cuchillo de punta corva desgranaba el marlo hasta dejarlo pelado.
El horno ya prendido calentaba la diminuta cocina, las manos tibias acompañaban la salsa y la depositaban sobre la masa de hojaldre, luego el choclo en grano se distribuía como al azar, pero no, porque todo tenia una simetría, todo estaba donde debía estar. Antes de abrigarlo con otra capa de hojaldre, tajeó el queso fresco y cubrió la superficie completa de la tartera.
Se mantuvo agazapada junto al horno, mirando por el ventanal la tenue llovizna que vestía el parque.
Luego de veinte minutos sacó la tarta, la puso sobre la mesada y dejó que el tibio aroma impregnara la habitación. Cortó un buen pedazo, el queso chorreando, se sentó en la mecedora de la abuela y se limitó a saborear el sol que comenzaba a asomar.

20.10.06

El taller

La golpearon en el hombro suavemente, como acariciándola. El rostro de tía Ema muy cerca suyo, sumergida en penumbra y cansancio le avisaba el comienzo del turno. Ana se puso las zapatillas verdes y cruzo un largo pasillo de paredes descascaradas al tiempo que tía Ema ocupaba su lugar. La humedad brotando del piso perfumaba el ambiente. Los primeros rayos de sol entraban por pequeños agujeros en la chapa del techo que goteaba incesantemente sobre los catres dispuestos en hilera.
Ana de chica soñaba con estar vestida como sus compañeras de colegio, pero nunca podía hacerlo. Un día de verano descubrió como su mamá cosía dos pedazos de tela y creaba una hermosa camisa para ella. Tenia siete años y desde entonces, en el regazo de mamá aprendió a usar la Singer a pedal. Cuando termino la escuela primaria y sus sueños de secundario chocaron contra las necesidades económicas tía Ema la invitó a trabajar con ella. Desde entonces, hace ya cuatro largos años que Ana es costurera en un taller de Puente la Noria. Al principio trabajaba doce horas y salía exhausta a tomar el bondi que la llevara hasta la estación de Lomas, de ahí el tren hasta Glew. Casi dos horas de ida y otras dos de vuelta. Comía en casa y a dormir para comenzar la rutina. Estuvo así casi un año y medio hasta que le propusieron ocupar un cuarto en el fondo del comercio, “para ahorrar tiempo” le dijeron. Y ella aceptó porque su tía también lo hizo. No les avisaron que el cuarto era compartido con casi veinte empleadas más, todas juntas en catres.
Ana era sumamente delgada, las pestañas tan largas que parecían abrazar sus ojos moros. Sus manos largas presentaban pequeños hematomas en la punta de los dedos.
Ana trabajaba catorce horas por día, luego salía a dar un par de vueltas por el barrio para poder respirar un poco de aire y sentir el vientito de agosto en la cara. De una compañera tomo el habito de fumar y de otra el de soñar. Adela tenia quince años y era casi tan delgada como ella. Sus compañeras las cargaban porque andaban siempre juntas.
Miguel se encargaba de que se cumplieran los horarios, era el hijo del dueño y había intentado mas de una vez acercarse a Adela. Nunca las dejaba solas, siempre mirando por encima del hombro esperando ver que estén trabajando. Una noche, después de comer el sanguche de salame con queso Ana salio al pasillo a fumarse un cigarro. El frío de la noche y el humo calido le quitaron la modorra. Adela salió a hacerle compañía y se sentó en el umbral de la puerta; Ana tiró el pucho y se sentó en el hueco que quedaba entre su amiga y el marco de chapa. En silencio la luna llena las observaba. Ana agarró entre sus dedos largos la mano de Adela que, inmóvil, sintió todo su cuerpo conmoverse. Había olor a guiso y cadencia de cumbia santafecina. No hubo palabras esa noche, ya no hacían falta.
Después el primer beso, el saberse unidas, descubrirse en la otra, apoyarse. Poco tiempo pasó para que el secreto fuera un rumor y el rumor una realidad. Miguel se enteró e intentó separarlas. Primero fue el cambio de turno y luego trató de cambiarlas de cuarto. Nada podía separarlas. Herido en su orgullo, una noche después de comer, llamó a Ana y la obligó a acompañarlo. Llego a la esquina del taller donde los esperaba un remis azul que tenia en el asiento trasero su bolso y sus cosas. La subió de prepo con un golpazo en la boca que la dejo semi desmayada, sus piernas no reaccionaban. Cuando se despertó estaba en la plaza lindante a la estación de Banfield con su bolso y nada más.
Adela dormía agotada después de catorce horas de trabajo corrido, la despertó Tía Ema y le contó lo que sabía. Se levantó y corrió a la habitación del fondo que funcionaba como oficina y aguantadero de Miguel. Entro sin llamar empujando la puerta violentamente. Comenzó a gritarle a Miguel:

- Hijo de puta ¿Qué hiciste?
- Se fue, ¿no te dijo nada? encontró a un macho y se fue con él. Andá a laburar y callate la boca porque te echo a la mierda.
- Hijo de puta donde está !! gritaba y lloraba Adela.

Miguel se ponía cada vez más nervioso, abrió el cajón de madera donde tenia el dinero y sacó una pistola calibre 38. Lo puso sobre la mesa tratando de intimidarla.
- No te tengo miedo maricón, puto.
Adela se inclinó sobre la mesa gritando y llorando. Intentó manotear el arma y Miguel se abalanzó sobre ella provocando un duro forcejeo; Después se supo, el arma no tenia seguro, los gritos, la fuerza de uno y otro y la tragedia. Adela recibió un balazo en el estomago. Cuando llegó al hospital Gandulfo en un remis azul ya había fallecido.